sábado, 2 de marzo de 2013

1984, George Orwell (12)

Inexistencia

Syme había desaparecido. Una mañana no acudió al trabajo: unos cuantos indiferentes comentaron su ausencia, pero al día siguiente nadie habló de él. Al tercer día entró Winston en el vestíbulo del Departamento de Registro para mirar el tablón de anuncios. Uno de éstos era una lista impresa con los miembros del Comité de Ajedrez, al que Syme había pertenecido. La lista era idéntica a la de antes - nada había sido tachado en ella -, pero contenía un nombre menos. Bastaba con eso. Syme había dejado de existir. Es más, nunca había existido.

Recuerdos

Hablar con él era como escuchar el tintineo de una desvencijada cajita de música. Algunas veces, se sacaba de los desvanes de su memoria algunos polvorientos retazos de canciones olvidadas.

Presente sin futuro

Los dos sabían que todo esto eran tonterías. En realidad no había escapatoria. E incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban dispuestos a llevarlo a efecto. Dejar pasar los días y las semanas, devanando un presente sin futuro, era lo instintivo, lo mismo que nuestros pulmones ejecutan el movimiento respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible.

Oposición

Además, Julia daba por cierto que todos, o casi todos, odiaban secretamente al Partido e infringirían sus normas si creían poderlo hacer con impunidad. Pero se negaba a admitir que existiera ni pudiera existir jamás una oposición amplia y organizada. Los cuentos sobre Goldstein y su ejército subterráneo, decía, eran sólo un montón de estupideces que el Partido se había inventado para sus propios fines y en los que todos fingían creer. Innumerables veces, en manifestaciones espontáneas y asambleas del Partido, había gritado Julia con todas sus fuerzas pidiendo la ejecución de personas cuyos nombres nunca había oído y en cuyos supuestos crímenes no creía ni mucho menos. Cuando tenían efecto los procesos públicos, Julia acudía entre las jóvenes de la Liga juvenil que rodeaban el edificio de los tribunales noche y día y gritaba con ellas: «¡Muerte a los traidores!». Durante los Dos Minutos de Odio siempre insultaba a Goldstein con más energía que los demás. Sin embargo, no tenía la menor idea de quién era Goldstein ni de las doctrinas que pudiera representar. Había crecido dentro de la Revolución y era demasiado joven para recordar las batallas ideológicas de los años cincuenta y sesenta y tantos. No podía imaginar un movimiento político independiente; y en todo caso el Partido era invencible. Siempre existiría. Y nunca iba a cambiar ni en lo más mínimo. Lo más que podía hacerse era rebelarse secretamente o, en ciertos casos, por actos aislados de violencia como matar a alguien o poner una bomba en cualquier sitio.

Simulación

Una vez se refirió él a la guerra contra Eurasia y se quedó asombrado cuando ella, sin concederle importancia a la cosa, dio por cierto que no había tal guerra. Casi con toda seguridad, las bombas cohete que caían diariamente sobre Londres eran lanzadas por el mismo Gobierno de Oceanía sólo para que la gente estuviera siempre asustada.

Siguiente generación

No creo que podamos cambiar el curso de los acontecimientos mientras vivamos. Pero es posible que se creen algunos centros de resistencia, grupos de descontentos que vayan aumentando e incluso dejando testimonios tras ellos de modo que la generación siguiente pueda recoger la antorcha y continuar nuestra obra.

Dormida

Si Winston persistía en hablar de tales temas, Julia se quedaba dormida del modo más desconcertante. Era una de esas personas que pueden dormirse en cualquier momento y en las posturas más increíbles.

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