miércoles, 27 de febrero de 2013

1984, George Orwell (8)

Alerta de spoiler: Si tiene pensado leer el libro y no quiere enterarse de datos importantes por anticipado, no es recomendable leer esta entrada.

Mensaje secreto

Las palabras contenidas en el papel tendrían con toda seguridad un significado político. Había dos posibilidades. calculaba Winston. Una, la más probable, era que la chica fuera un agente de la Policía del Pensamiento, como él temía. No sabía por qué empleaba la Policía del Pensamiento ese procedimiento para entregar sus mensajes, pero podía tener sus razones para ello. Lo escrito en el papel podía ser una amenaza, una orden de suicidarse, una trampa... Pero había otra posibilidad, aunque Winston trataba de convencerse de que era una locura: que este mensaje no viniera de la Policía del Pensamiento, sino de alguna organización clandestina. ¡Quizás existiera una Hermandad! ¡Quizás fuera aquella muchacha uno de sus miembros! La idea era absurda, pero se le había ocurrido en el mismo instante en que sintió el roce del papel en su mano. Hasta unos minutos después no pensó en la otra posibilidad, mucho más sensata. E incluso ahora, aunque su cabeza le decía que el mensaje significaría probablemente la muerte, no acababa de creerlo y persistía en él la disparatada esperanza. Le latía el corazón y le costaba un gran esfuerzo conseguir que no le temblara la voz mientras murmuraba las cantidades en el hablescribe.
 Cuando terminó, hizo un rollo con sus papeles y los introdujo en el tubo neumático. Habían pasado ocho minutos. Se ajustó las gafas sobre la nariz, suspiró y se acercó el otro montón de hojas que había de examinar. Encima estaba el papelito doblado. Lo desdobló; en él había escritas estas palabras con letra impersonal:
 Te quiero.

Deseo de seguir viviendo

A la vista de las palabras "Te quiero", el deseo de seguir viviendo le dominaba...

Inoportuno

Estaban separados todavía unos tres metros. Bastaban dos segundos para reunirse, pero entonces sonó una voz detrás de él: «¡Smith!». Winston hizo como que no oía. Entonces la voz repitió más alto: «¡Smith!». Era inútil hacerse el tonto. Se volvió.Un muchacho llamado Wilsher, a quien apenas conocía Winston, le invitaba sonriente a sentarse en un sitio vacío junto a él. No era prudente rechazar esta invitación. Después de haber sido reconocido, no podía ir a sentarse junto a una muchacha sola. Quedaría demasiado en evidencia. Haciendo de tripas corazón, le sonrió amablemente al muchacho, que le miraba con un rostro beatífico. Winston, como en una alucinación, se veía a sí mismo partiéndole la cara a aquel estúpido con un hacha.

Disimulo

No volvieron a hablar y, en lo humanamente posible entre dos personas sentadas una frente a otra y en la misma mesa, no se miraban. La joven acabó de comer a toda velocidad y se marchó.

Cambio

Una densa masa de gente. bloqueaba el lado sur de la plaza. Winston, que normalmente era de esas personas que rehuyen todas las aglomeraciones, se esforzaba esta vez, a codazos y empujones, en abrirse paso hasta el centro de la multitud.

De ojos, contactos y miradas

El convoy se estaba terminando. En el último camión vio Winston a un anciano con la cara casi oculta por una masa de cabello, muy erguido y con los puños cruzados sobre el pecho. Daba la sensación de estar acostumbrado a que lo ataran. Era imprescindible que Winston y la chica se separaran ya. Pero en el último momento, mientras que la multitud los seguía apretando el uno contra el otro, ella le cogió la mano y se la estrechó.
 No habría durado aquello más de diez segundos y, sin embargo, parecía que sus manos habían estado unidas durante una eternidad. Por lo menos, tuvo Winston tiempo sobrado para aprenderse de memoria todos los detalles de aquella mano de mujer. Exploró sus largos dedos, sus uñas bien formadas, la palma endurecida por el trabajo con varios callos y la suavidad de la carne junto a la muñeca. Sólo con verla la habría reconocido, entre todas las manos. En ese instante se le ocurrió que no sabía de qué color tenía ella los ojos. Probablemente, castaños, pero también es verdad que mucha gente de cabello negro tienen ojos azules. Volver la cabeza y mirarla hubiera sido una imperdonable locura. Mientras había durado aquel apretón de manos invisible entre la presión de tanta gente, miraban ambos impasibles adelante y Winston, en vez de los ojos de ella, contempló los del anciano prisionero que lo miraban con tristeza por entre sus greñas de pelo.

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