lunes, 4 de marzo de 2013

1984, George Orwell (14)

Recuerdos de guerra

Su padre había desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto tiempo antes, pero sí las revueltas circunstancias de aquella época, el pánico periódico causado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse en las estaciones del Metro, los montones de escombros, las consignas que aparecían por las esquinas en llamativos carteles, las pandillas de jóvenes con camisas del mismo color, las enormes colas en las panaderías, el intermitente crepitar de las ametralladoras a lo lejos... y, sobre todo, el hecho de que nunca había bastante comida.

Sentimientos privados

Le habría gustado seguirle contando cosas de su madre. No suponía, basándose en lo que podía recordar de ella, que hubiera sido una mujer extraordinaria, ni siquiera inteligente. Sin embargo, estaba seguro de que su madre poseía una especie de nobleza, de pureza, sólo por el hecho de regirse por normas privadas. Los sentimientos de ella eran realmente suyos y no los que el Estado le mandaba tener. No se le habría ocurrido pensar que una acción ineficaz, sin consecuencias prácticas, careciera por ello de sentido. Cuando se amaba a alguien, se le amaba por él mismo, y si no había nada más que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando él se había apoderado de todo el chocolate, su madre abrazó a la niña con inmensa ternura. Aquel acto no cambiaba nada, no servía para producir más chocolate, no podía evitar la muerte de la niña ni la de ella, pero a la madre le parecía natural realizarlo. La mujer refugiada en aquel barco (en el noticiario) también había protegido al niño con sus brazos, con lo cual podía salvarlo de las balas con la misma eficacia que si lo hubiera cubierto con un papel. Lo terrible era que el Partido había persuadido a la gente de que los simples impulsos y sentimientos de nada servían. Cuando se estaba bajo las garras del Partido, nada importaba lo que se sintiera o se dejara de sentir, lo que se hiciera o se dejara de hacer. Cuanto le sucedía a uno se desvanecía y ni usted ni sus acciones volvían a figurar para nada. Le apartaban a usted, con toda limpieza, del curso de la historia. Sin embargo, hacía sólo dos generaciones, se dejaban gobernar por sentimientos privados que nadie ponía en duda. Lo que importaba eran las relaciones humanas, y un gesto completamente inútil, un abrazo, una lágrima, una palabra cariñosa dirigida a un moribundo, poseían un valor en sí. De pronto pensó Winston que los proles seguían con sus sentimientos y emociones. No eran leales a un Partido, a un país ni a un ideal, sino que se guardaban mutua lealtad unos a otros.

Traición y confesión

- Quizás podamos seguir juntos otros seis meses, un año... no se sabe. Pero al final es seguro que tendremos que separarnos. ¿Te das cuenta de lo solos que nos encontraremos? Cuando nos hayan cogido, no habrá nada, lo que se dice nada, que podamos hacer el uno por el otro. Si confieso, te fusilarán, y si me niego a confesar, te fusilarán también. Nada de lo que yo pueda hacer o decir, o dejar de decir y hacer, serviría para aplazar tu muerte ni cinco minutos. Ninguno de nosotros dos sabrá siquiera si el otro vive o ha muerto. Sería inútil intentar nada. Lo único importante es que no nos traicionemos, aunque por ello no iban a variar las cosas.
- Si quieren que confesemos - replicó Julia - lo haremos. Todos confiesan siempre. Es imposible evitarlo. Te torturan.
- No me refiero a la confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo que digas o hagas, sino los sentimientos. Si pueden obligarme a dejarte de amar... esa sería la verdadera traición.
Julia reflexionó sobre ello.
- A eso no pueden obligarte - dijo al cabo de un rato -. Es lo único que no pueden hacer. Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.
- Eso es verdad - dijo Winston con un poco más de esperanza -. No pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aunque esto no tenga ningún resultado positivo, los habremos derrotado.

Inexpugnable

No se sabía lo que pasaba dentro del Ministerio del Amor, pero era fácil figurárselo: torturas, drogas, delicados instrumentos que registraban las reacciones nerviosas, agotamiento progresivo por la falta de sueño, por la soledad y los interrogatorios implacables y persistentes. Los hechos no podían ser ocultados, se los exprimían a uno con la tortura o les seguían la pista con los interrogatorios. Pero si la finalidad que uno se proponía no era salvar la vida sino haber sido humanos hasta el final, ¿qué importaba todo aquello? Los sentimientos no podían cambiarlos; es más, ni uno mismo podría suprimirlos. Sin duda, podrían saber hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho, dicho o pensado; pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio incluso para su dueño, se mantendría siempre inexpugnable.

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